Brecha educativa y fracaso escolar
El periodo de escolarización es uno de los momentos más importantes de nuestras vidas. Durante este periodo de raudos cambios tanto físicos como mentales y personales, somos personas maleables y moldeables. En estos años intentamos encontrar nuestro sitio en el mundo y esgrimir el tipo de gente que nos acompañará en el proceso, por lo tanto, nuestra personalidad y nuestra conciencia empieza a esbozarse y con ellos nuestros sueños y aspiraciones. Algunos se devanan la cabeza preguntándose: ¿quién soy y en qué tipo de persona quiero convertirme en el futuro? El profesorado y el entorno escolar en general es un cosmos tanto inspirador y enriquecedor como deprimente e implacable. Y es que, ¿quién no ha sido víctima de un buen profesor que le inspire a aprender más sobre un tema, o peor aún, de otro que le haya hecho odiar una materia y en consecuencia cicatrizar así una posibilidad vital? La verdad es que el instituto es la plataforma donde damos nuestros primeros pasos hacia lo que deseamos y también el primer baúl de sueños rotos, ya indicándonos nuestra posición cada vez más cercana a la descorazonadora vida adulta. Sueños pisoteados por un sistema que no perdona a nadie, siquiera a sus más jóvenes. Pero de relevancia más acuciante, un sistema que sobre todo ignora y se queda corto al ofrecer ayuda a aquellos más vulnerables. Un sistema que dicta quien vale y quien no, basado en sesgos personales y procesos de desigualdad y opresión estructurales.
La educación es un derecho básico del que todos estamos legitimados a disfrutar. Sin embargo, algunos de nuestros co-estudiantes no corren la misma suerte que nosotros. Para algunos, el sueño roto se convierte en una constante durante este proceso tan importante de sus vidas y esto degenera en un sentimiento de fracaso personal que ha sido artificialmente fabricado y dictaminado. ¿Por quién?: Por aquellos que se creen con potestad de discernir el futuro de los otros, que se sienten en una situación legítima para juzgar a otros, usualmente considerados como inferiores.
Los hijos de migrantes y personas racializadas en España sufren más que nadie esta cruda realidad. Se crían viendo los hilos y la podredumbre que corroe nuestro sistema político y económico. Te dicen: “deberías valorar otras opciones, la Universidad no es para ti,” o disfrazado más benignamente “tú estarás mejor cursando algo más práctico, será más útil para tí” o ya al extremo “no vales, puedes ir empezando a coger tomates.” No solo el clasismo se arrastra de estas palabras, aquí queda patente también el racismo institucional, la ignorancia, y la frivolidad de una persona adulta que por un momento olvida que está ante un joven con sueños y aspiraciones como cualquier otro, susceptible a las palabras de una figura de autoridad o de sus compañeros. Un ser todavía capaz de interiorizar un fracaso institucional como uno personal. Y sí, es digno dejar de estudiar y trabajar, claro que lo es. No se equivoquen. Lo que es imperdonable es coaccionar a aquellos que sí quieren tomar este camino vital “por su bien.”
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Observamos entonces que el sistema educativo sufre miopía y traslada problemas institucionales y sistemáticos de nuestra sociedad al individuo, en la mayoría de las ocasiones aquel que más en riesgo está de exclusión por las condiciones que le rodean. Y es verdad que esto tiene repercusiones gigantescas. Al fin y al cabo, los hijos de migrantes son los que más sufren de abandono escolar. Abandono en la mayoría de casos no por decisión propia, si no taladrado a través de estereotipos y expectativas por parte de un profesorado y sociedad incapaz de apreciar la diferencia y potenciarla.
En resumen, el derecho a la educación no solo conlleva poder acceder a ella en el papel. El derecho a la educación se traduce en el compromiso como sociedad de poder brindarla a todo aquel, cada uno con su respectiva habilidad y capacidad, para que pueda potenciar al máximo su esencia humana. Esto incluye a todos aquellos grandes olvidados de un sistema imperfecto y descorazonador.
Abordar la brecha educativa, arraigada en la desigualdad social que sufren ciertos colectivos, es una obligación no solo del Estado si no de todos aquellos que lo componemos, que nos levantamos intentando ser la mejor, más enriquecida, más libre y más capaz versión de nosotros mismos.
Cabe remarcar que esto no es un ataque a nuestros instructores y profesores, muchos de ellos encargados con la brillante e incalculable misión de instruirnos e inspirarnos. Esto es una crítica al sistema del que ellos, aun siendo víctimas también, pertenecen; muchas veces inconscientes de su posición como vectores de poder y por lo tanto obligados en la medida de lo posible a dejar atrás sesgos personales y sistémicos.
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