«Azucre»: la última esclavitud española
El peor de los inviernos y la más sublime de las promesas. De nuevo, es el mar, el océano, el susurrante adalid de la fortuna. Unos pocos regresan adinerados. La mayoría, desde la lontananza, invocan dulces palabras de prosperidad. Pero los nativos, pobres y afligidos, no conocen la verdad que subyace tras el orgullo. Cientos, miles, se embarcan con sus escasas pertenencias, esperando que una tierra más próspera abrace sus deseos de alcanzar una vida digna. Sin embargo, será entre la selva de caña donde les esperará la esclavitud.
Puede que el lector de estas líneas piense que el libro del que les escribo en esta ocasión es uno más que abraza un relato del sufrimiento, presente o pretérito, que multitud de personas han soportado a lo largo de la historia. Puede que el fenómeno de la inmigración nos parezca relativamente novedoso, pero es un proceso que se lleva repitiendo desde el albor de las comunidades humanas: desde el nomadismo hasta la huida del fragor asesino de la guerra pululan por el mundo viajeros en busca de mejores circunstancias y otros, con ánimo saqueador. Sí, migrar es terrible, muy duro, probablemente conlleve la muerte o sufrimientos inesperados e inenarrables. Es lo que tiene la incertidumbre. También es lo que llevó a los alemanes del Camerún a asentarse en diferentes lugares de España tras pedir refugio durante la Gran Guerra. También fue la inmigración la impulsora de que la cultura griega se asentase en lugares exóticos en aquella época como las actuales Siracusa, Ampuria Brava o Marsella, como extensiones de los problemas sociales y de las promesas de riqueza allende el Mediterráneo que recorrían las calles de Focea. O las invasiones mongólicas e indoarias que quebraron o forjaron culturas enteras. En conclusión, la inmigración y su ajado rostro no es una novedad, y por eso mismo, porque es una vieja conocida y todos somos hijos del mestizaje en algún grado, debemos ayudar al máximo de nuestra capacidad al migrante y al refugiado. Pero nunca desde la sensiblería mojigata ni desde la creencia de un imperativo moral avasallador, sino desde la práctica de la bondad y los límites de la razón y el derecho.
Gallegos esclavizados en Cuba (archivo de Xenealoxia.org)
Con Azucre, que ya va por la quinta edición, me he llevado, en cambio, una sorpresa mayúscula. Desde una prosa trabajada y bastante limpia, la escritora y periodista gallega afincada en Berlín, Bibiana Candia, narra las terribles vivencias que les tocó soportar a un grupo de alrededor de mil setecientos jóvenes gallegos que hacia mitad del siglo XIX se embarcaron con apenas la ropa puesta rumbo a la isla de Cuba, que todavía era colonia española, en busca de fortuna. En 1853, Galicia sufrió un invierno duro, con lluvias que arruinaron la cosecha y provocaron hambruna. La pobreza y el hambre alimentaron la tentación de acudir al Caribe patrio en busca de un afán de prosperidad que otros afirmaban haber conseguido. Como sucede en nuestros días, existe un «efecto llamada» entre migrantes, en multitud de ocasiones no porque reciban ayudas o subvenciones ni porque su calidad de vida sea necesariamente preferible a la que tienen en su país, sino por pudor, por vergüenza ante sus familiares. De esta forma, multitud de extranjeros residentes en Europa están afirmando en estos momentos que en el viejo continente se gana abundante plata y que sus ocupaciones acá son muy ventajosas respecto de las que poseían en su patria original. Otros viajan de visita a sus seres queridos con regalos lujosos en un esfuerzo para no admitir la derrota: vidas atrapadas en habitaciones compartidas, trabajos extremadamente precarios y en multitud de ocasiones adscritos a la economía sumergida, dificultades para abrirse el camino prometido de prosperidad. Esto mismo les sucedió a aquellos gallegos del siglo XIX: viajaron a Cuba con la esperanza puesta en sus ganas de trabajar y de abrirse camino en las plantaciones de caña de azúcar que poblaban la isla.
Pero lo que se encontraron fue algo mucho peor que unas expectativas rotas, vivir en casas compartidas o tener que realizar trabajos ásperos que los nativos tratan de eludir. Aquellos gallegos viajaron de España a España (porque, subrayo, en aquella época Cuba era España), y en cambio, fueron esclavizados. Los encerraron en barracas, maltratados a latigazos, en condiciones insalubres y sin concederles ni siquiera el derecho a ser enterrados con dignidad. Algunos escaparon, acabaron en cepos o en la cárcel. Todo ello hasta que, meses después, cartas de auxilio llegaron a la metrópoli, los engranajes se movieron y las autoridades liberaron a los muchachos esclavizados. Unos se quedaron, como hombres libres, en la isla. Otros decidieron regresar a la península o siguieron una nueva senda. Algunas de las cartas de aquellos hombres se conservan todavía en el archivo del Congreso de los Diputados.
Portada de «Azucre» de la editorial Pepitas de Calabaza
Es por ello que se agradece profundamente el esfuerzo de Bibiana Candia para sacar a la luz pública este suceso real. La manera de limpiar las heridas y aspirar a que cicatricen es lavándolas, como sucede con la suciedad en las prendas si la queremos eliminar. El único camino para crecer como país y sociedad, lejos de infértiles nacionalismos vacuos, es conocer nuestra historia y los horrores cometidos y sufridos. Candia, además de haber escrito un libro fascinante, que se devora con el ansia de una fruta madura, lo hace con cierto tono cronista que se agradece en el toque de imparcialidad que implica. Nos cuenta una historia con toda su carga ética natural.
La editorial riojana Pepitas de Calabaza ha puesto el papel y la tinta para hacer posible que esta novela histórica en la que todo buen lector que se precie debería adentrarse llegue hasta todos nosotros. Dolorosa, rutilante y entretenida, con una gran carga sentimental y racional, Azucre nos devuelve al, esperemos, el último episodio de esclavitud de nuestro país.
Por David Lorenzo
Es interesante si no un tanto peculiar que se relacionen los sufrimientos de la emigración a la incertidumbre. Es un tema que me apasiona, sobre todo desde el ángulo de la psicoterapia, mi profesión y de la que ahora ya me encuentro retirado, porque la incertidumbre es más bien el 🛵 motor. Los sufrimientos anteriores a la salida del propio lugar se supone que alcancen un punto de no retorno, un grado de severidad irreversible, substancial o perceptivamente. Los sufrimientos que siguen, aunque a menudo pasada la euforia inicial del arribo, dependen en una mayor medida en la receptividad que el inmigrante encuentra y pueden prolongarse porque el desconocimiento empírico de la cultura a la que debe adaptarse o integrarse solo puede añadir fricción social, penurias materiales, humillaciones.