El positivismo y su abuso científico

Tras las guerras religiosas del siglo XVII entre católicos y protestantes que dejó al viejo continente exhausto, apareció la necesidad de garantizar una estabilidad duradera que evitase más guerras. En ese contexto, la religión como base del conocimiento humano fue cediendo espacio progresivamente al método científico que, a través de los movimientos empirista y racionalista, fue asentando sus bases.

En un primer momento y gracias al dominio inicial de la filosofía racionalista, tanto la ciencia como la religión convivieron e, incluso, se aliaron a la hora de intentar explicar el mundo que les rodeaba. Donde la ciencia no llegaba ahí aparecía la religión para cubrir los espacios de duda e incertidumbre. Un claro ejemplo de esto fue la ciencia del matemático y filósofo francés René Descartes que, en un intento fallido de llegar a los elementos más simples de las leyes naturales a través de las matemáticas, terminó asegurando que la verdad había sido codificada y ocultada a la humanidad por obra de Dios.

Sin embargo, conforme el movimiento empirista, que era partidario de usar el método científico como única fuente de conocimiento y verdad, se fue imponiendo al racionalista, la ciencia poco a poco fue expulsando a la religión de su lado. El filósofo y médico inglés John Locke cerró la puerta definitivamente a la religión al defender que la observación del mundo y la posterior reflexión de los datos obtenidos son la única base del conocimiento científico.

La ambición científica

Durante los siguientes 150 años diversas eminencias como el filósofo francés Auguste Comte, el alemán Wilhelm Dilthey o el austríaco Karl Popper, entre muchos otros, fueron incorporando al método científico elementos como la hipótesis, la experimentación, la objetividad de análisis o el examen crítico. También se separaron las ciencias puras de las ciencias sociales y se establecieron métodos científicos diferentes. Todos estos aportes fueron dotando a la ciencia de relevancia social, académica y política que permitieron a diversos movimientos científicos aspirar a obtener el monopolio y control de lo verdadero o falso en muchos campos de la sociedad.

Karl Popper

Así es como en el siglo XIX apareció la corriente positivista en el panorama europeo. Este movimiento cientificista puso a la ciencia definitivamente como único actor válido de la búsqueda y validación del conocimiento. Todo aquello que aspirase a ser un conocimiento debía provenir de bases científicas y ser analizado bajo este método para ser desechado o validado como tal.

Bajo este método científico, que aspiraba a la objetividad y a la verdad, se justificaron auténticas barbaridades como la supuesta inferioridad intelectual de la mujer a través del estudio morfológico de los cráneos. El neurocientífico francés Franz Joseph Gall, padre de la ya refutada Frenología (a la que se suscribieron muchos colegas científicos de su época), defendió que el menor tamaño del cráneo de las féminas les dotaba de menos inteligencia que a los varones.

El sobre protagonismo de la ciencia y la soberbia de muchos que la practicaban en ese momento, también consiguieron mermar la aportación cultural de disciplinas como la filosofía, la metafísica o las artes que, también buscaban conocimiento y saber, aunque, desde otras perspectivas, y que quedaron relegadas a un papel poco más que testimonial.

La apropiación del lenguaje

En el siglo XX el lenguaje pasó a ser objeto de estudio filosófico. Interesaba saber cuáles eran los fundamentos que dotaban de significado a las palabras.

Rudolf Carnap fue uno de los positivistas más reconocidos de ese siglo. Integrante del círculo de Viena (uno de los grupos científicos y filosóficos más influyentes de la primera mitad del siglo XX) destacó por sus estudios en la materia.

Rudolf Carnap

Para el autor las palabras designaban conceptos que debían ser demostrables. Por ejemplo, para que la palabra árbol tuviera razón de ser, debía existir en el mundo el objeto físico llamado árbol. Si una palabra como por ejemplo unicornio no podía ser comprobada en el mundo físico, estas palabras nos llevaban a un flatus vocis, es decir, a una palabra carente de significado y de sentido.

Esta teoría de Carnap supuso un duro golpe para la filosofía, pues ésta quedaba limitada solo a reflexionar sobre aquellas cuestiones que podían ser demostrables de forma empírica, por lo tanto doctrinas como la metafísica, la teología o conceptos éticos que reflexionaban sobre ideas o propuestas que desbordaban los límites del mundo físico, no tenían cabida dentro de los debates del mundo académico por ser «carentes de sentido».

No todo fue negativo

Pese a que la ciencia de la época parecía venir únicamente a sustituir a Dios en su trono, lo cierto es que este movimiento cientificista ayudó a establecer una metodología y unas bases teóricas que en buena medida siguen vigentes hasta nuestros días. Además también ayudó a la emancipación de la sociedad, del individuo y del Estado de la religión y del Vaticano en gran parte de los países europeos, lo que permitió grandes avances sociales, económicos y colectivos.

El error del positivismo y del movimiento cientificista de la época fue el creer que tenían la posesión absoluta de la verdad. Como una especie de credo religioso, este movimiento sólo validaba y tenía en cuenta aquello que emanaba de sus propias convicciones confundiendo así prejuicios con datos objetivos y creencias como verdades científicas, fallándole de este modo a la propia metodología que defendían.

Por Adrián Moros (@adrixtercio)

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Estudiante de filosofía y eterno aprendiz de mi mismo. Redactor, escritor, creador y soñador empedernido.

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