La misoginia institucional en el Siglo de las Luces
En la Francia del siglo XVIII, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, uno de los principales referentes de la Ilustración (movimiento cultural e intelectual que precipitó grandes cambios sociales en Europa), en su obra El contrato social alertó de las graves consecuencias sociales y desórdenes que supondría el tratar a la mujer como semejante y cederles espacio en la esfera académica y política. Al mismo tiempo, en España, se debatía en los diversos foros académicos e instituciones la posibilidad de que la mujer pudiera o no participar en los mismos. Uno de los personajes que se negó a esta participación fue el economista y financiero Francisco Cabarrús que creyó que el «poder ilegítimo» de las mujeres viciaría los debates y restaría prestigio a los foros.
Tanto Rousseau como Cabarrús eran conscientes que tanto la educación como las instituciones académicas ejercían gran influencia en las sociedades de la época. En un momento histórico tan convulso, estas instituciones eran claves para precipitar profundos cambios políticos y sociales que, con la incorporación de la mujer al mundo académico, podrían ser puestos en riesgo.
El menosprecio y el poco valor que se le dio a la mujer era un pensamiento heredado de la Iglesia católica que sistemáticamente la había mantenido en una posición de inferioridad. Con la Ilustración este planteamiento se racionalizó y se convirtió en ciencia. Esta última defendió la teoría de que las mujeres evolucionaron hacia la crianza y el cuidado, justificando así el hogar como el espacio natural de ellas. El estudio de los cráneos y su morfología también sirvió de análisis científico para defender una supuesta inferioridad intelectual, justificando así la exclusión de las mujeres en el mundo académico y científico.
Francisco Cabarrús
Pese a que la ciencia había venido a liberar a la sociedad de las garras de la religión, en los temas relacionados con la mujer, paradójicamente, ambas caminaban por el mismo sendero.
Este pensamiento hizo que la incorporación de la mujer al sistema educativo persiguiera objetivos diferentes a la de los varones. La educación de las mujeres debía ir orientada a formarlas en las tareas típicas del hogar y a su misión en la vida: el cuidado y la crianza. La mujer del siglo XVIII y XIX aprendía costurería, valores morales o cocina entre otras actividades similares. Este tipo de educación que debían recibir queda muy clara en la obra Emilio, o De la educación del filósofo Rousseau que defendió que «la fémina debía dar placer [al hombre], serle útil, hacerse amar y honrar por él, criarlo de joven, cuidarlo de mayor, aconsejarlo, consolarlo, hacerle agradable y dulce la vida, como deberes de la mujer en todos los tiempos, y lo que se les ha de enseñar desde la infancia».
La respuesta del feminismo
Frente a este ataque frontal y sistémico a los derechos de la mujer aparecieron los primeros movimientos feministas que buscaron contrarrestar esta ideología misógina.
Una de las primeras feministas en España fue Josefa Amar y Borbón. Su formación en valores humanistas la llevó a dominar el griego, el latín y varias lenguas modernas, como el francés, que, además, le fueron muy útiles para su labor como traductora. Amar y Borbón fue nombrada socia de mérito de la sociedad económica de amigos del país. Esto significó que tenía plenos derechos como cualquier otro socio, aunque la institución seguía teniendo vocación de ser masculina.
En su obra Discurso en defensa del talento de las mujeres, publicado en 1786, hizo una dura crítica a la sociedad patriarcal de la época que constantemente minaba la confianza que tenían las mujeres en sí mismas. La autora también refutó la tesis que la pseudociencia defendió sobre la menor inteligencia de la mujer haciendo un repaso histórico de la contribución de las mujeres al conocimiento.
Portada de la obra Discurso en defensa del talento de las mujeres publicado en 1786
Su pensamiento era profundamente crítico con el fanatismo religioso, de hecho, nunca citó o hizo referencia a pensadores religiosos y se alineó con los planteamientos liberales de la época. Siendo sin duda una de las feministas más influyentes de su momento.
En su obra Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, publicado en 1790, la autora defendió la educación como la base para ayudar al desarrollo intelectual y moral de las personas, y a través de la cual pueden tomar sus propias decisiones. Para los ilustrados la educación era fuente de utilidad. Además, cultivar el entendimiento y la razón era algo necesario para alcanzar la felicidad.
El saber para la feminista, al igual que la educación, debía ser de carácter igualitario. Las mujeres debían dedicarse a aquello en lo que eran buenas, fuese las letras o las ciencias, al igual que los varones. En particular, la autora dio sobre todo prioridad a aquellos saberes en los que se necesitara invertir mucho más tiempo en su aprendizaje ya que desarrollaba el intelecto de una forma más profunda. También era conveniente aprender de forma multidisciplinar debido a que, de esta forma, se entrenaba más de una cualidad y suponía un aprendizaje mucho más completo.
Al siglo XVIII se le considera el siglo de las luces porque el movimiento intelectual y cultural ilustrado aspiraba a extraer a la sociedad de la larga penumbra en la que la religión y la dictadura había sumido al continente europeo. Sin duda en muchos ámbitos los ilustrados consiguieron su objetivo, pero fallaron en uno clave, no incluir también a las mujeres. Fue el movimiento feminista quien se preocupó de la realidad de la mujer y quien consiguió darle luz y ayudarle a romper así la larga oscuridad de la que llevaba siendo víctima desde hacía siglos.
Por Adrián Moros (@adrixtercio)
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