Erasmo de Róterdam y su esperanza de la paz
Una columna de humo tiñe con trazo sosegado el tapiz invisible del horizonte. Por los caminos, multitudes serpentean el paisaje a ratos dorado, en otros momentos cobrizo. Apenas cargan con un improvisado petate. La mayoría de los caminantes no quieren hablar, apenas miran, no se detienen: apenas poseen la serenidad necesaria para continuar su travesía. Según van alcanzando las primeras casas, algunos lugareños tratan de interrogar a los refugiados. Uno de ellos cuenta la historia. «Entraron en la ciudad trepando las murallas», dice. «Aquellos hombres no eran hijos de Dios, sino bestias. Saquearon palacios, violaron delante de los sagrados altares, asesinaron a cuantos osaron pedir asilo en las iglesias. Y vienen hacia aquí». Días más tarde, las campanas de la ciudad tañen con fuerza: Florencia se rinde al invasor para evitar una devastación semejante. Los Médici regresan al poder e inician políticas de solidaridad con la arruinada Prato, en la que han sido masacrados miles de sus ciudadanos, y la expedición asaltante enviada en apoyo del Papa Julio II pasa de largo en busca del próximo combate contra los franceses y sus aliados.
Cuatro años después de este suceso, en 1516, Erasmo de Róterdam termina de escribir Lamento de la paz amenazada y menoscabada en todas partes, el mismo año en que también concluyó la bien conocida revisión del Nuevo Testamento que a la larga lo posicionaría en tierra de nadie entre los bandos de la Reforma y de la Contrarreforma. Cuando el Príncipe de los Humanistas escribe Lamento de la paz, la Europa más católica y ceñida al mandato papal sigue en guerra contra Francia. El belicoso rey aragonés Fernando el Católico ha muerto y sus derechos dinásticos han sido heredados por un príncipe que llegará a ser emperador, el futuro Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.
Como hicieron en el pasado filósofos como Marco Aurelio, Séneca o Platón, Erasmo alberga la esperanza de sumar sus palabras al diálogo atemporal que es la literatura, porque sabe que no debe callar ante la atrocidad y la sinrazón. Como pensador se debe a la verdad, su única aliada, si bien sabe que sus esfuerzos muy probablemente apenas serán escuchados. Erasmo escribe, por tanto, para las generaciones futuras con la esperanza de que un día la humanidad alcance un tiempo de pacífica concordia que la reconforte y la unifique en la prosperidad.

Portada de Lamento de la paz de la editorial Acantilado
La grandeza de Lamento de la paz radica precisamente en que nos sigue interpelando con absoluta actualidad. Erasmo parte de su contexto histórico para analizar las raíces que sostienen el enfrentamiento constante entre los seres humanos. Como buen humanista, estudia la naturaleza de las pasiones que encienden la guerra, traza sus causas y ofrece una serie de ideas y consejos muy avanzados para su época para tratar de paliarlas, como el recurrente fundamento de que debe ser el pueblo quien ejerza un control sobre quienes ostentan el poder y no sólo al revés. Pero el mayor privilegio que ofrece este libro a quienes se aventuren en su lectura es la frescura con la que está escrito, con una estructura meditada y sencilla. Erasmo escribe desde la sabiduría, y para conseguir la sencillez perseguida en el texto elije despojarse de su propia voz para dársela a la Paz, a la que personifica, al estilo de los autores clásicos que estudió con pasión, y que es quien nos habla para convencernos de que toda prosperidad y bienestar de la humanidad requiere el abandono de la discordia.
Basta un breve fragmento para justificar su detallada lectura: «[El príncipe, el mandatario] Deberá gobernar su reino recordando en todo momento que es un hombre que guía a otros hombres, alguien libre que rige entre personas libres, un cristiano que preside entre cristianos. El pueblo, a su vez, deberá otorgarle poder sólo en la medida en que sirva a la utilidad pública». Más quisiéramos que en nuestras avanzadas democracias los ciudadanos fuéramos capaces de quebrar la ilusión perniciosa de las ideologías y otorgar y arrebatar el poder a cada gobernante en función de su capacidad para cuidar el bien común, y no el particular de cada colectivo que representa.
Editorial Acantilado ha vuelto a obrar el milagro. En una edición breve, manejable y ligera de apenas ochenta y tres páginas, con buen tamaño de letra y una calidad material y de traducción del latín exquisita, de la mano del escritor Eduardo Gil Bera, nos ofrece en castellano un libro imprescindible que merece la lectura para adentrarse en sus páginas con voracidad humanística, en cada aula, de cada país y en cada rincón del mundo.
Por David Lorenzo
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