Nuevas normalidades
Habitamos el territorio de la incertidumbre: la vida se abre paso con inexpugnable brío incluso en las condiciones más desoladoras. Como tantas otras veces a lo largo de la historia humana nos está tocando experimentar un periodo de zozobra, de duda y de dolor: un virus se expande por el mundo con vertiginoso trote, arrasando con la existencia de muchos y el bienestar y los planes de casi todos los demás. A lo largo de nuestra vida atesoramos bienes, edificamos nuestras ilusiones encadenando sueños y fracasos, recopilamos amores y desengaños como si fuésemos eternos aspirantes a la tímida juventud. Es más, hemos edificado cada detalle de nuestro modo de vida sobre la idea de una existencia previsible, definida y casi inmutable, con confianza plena en que el conocimiento y una prosperidad inagotable ha de custodiar nuestras vidas hasta que alcancemos el surco de la vejez. Y de repente recordamos que todo puede desvanecerse sin héroes ni fórmulas mágicas que nos libren de la tragedia. De nuevo nos sentimos solos frente al desafío que implica existir.
Las crisis nos enseñan que la fragilidad es una ineludible compañera de vida y que la normalidad ulula en el paisaje de la ilusión. Las costumbres con las que antes nos desenvolvíamos en nuestro día a día han quebrado, dejando en evidencia que no sólo no gobernamos nuestro devenir, sino que los cimientos de nuestra civilización son extraordinariamente dependientes de unas circunstancias que sean capaces de sostenerlos. Por ejemplo, las libertades civiles, que están siendo sistemáticamente limitadas durante las necesarias medidas de confinamiento adoptadas en la mayoría de países del mundo. O el valor de nuestros actos individuales para influenciar nuestro entorno, en contra del discurso dominante que repetía sin cesar que lo colectivo condiciona lo individual, y no también al revés. Ahora sabemos que gestos tan discretos como guardar distancia prudente con nuestros semejantes o ponerse una mascarilla pueden impedir la proliferación del patógeno y salvar vidas.
En España, como en buena parte de Europa, acabamos de desembarcar en un periodo al que se le ha dado un nombre cuanto menos punzante, la nueva normalidad. Un contexto social diferente y adaptado a unas condiciones de salud colectiva que pueden variar en cualquier instante. A diferencia del orden previo que dibujábamos estático y, por tanto, fiable, el actual se caracteriza por la improvisación con la que está siendo configurado.
Campaña del ministerio de sanidad por la nueva normalidad #Nolotiresporlaborda
Mientras tanto, del futuro se tambalean nuestras tradiciones: celebraciones, encuentros con seres queridos, el simple gesto del saludo; costumbres que son clave en nuestro vínculo con los demás y sobre las que se cierne la amenaza de que queden disueltas, cuando no desaparezcan. Si bien la actividad humana ha adquirido un cierto cariz extraño que nos hace tolerarla con incomodidad, es el paso del tiempo el único elemento que en estos momentos se nos presenta como la brújula que nos revela que el mundo no se ha detenido y que seguimos dispuestos a seguir transformándonos y a vivir.
Según recorremos los meses, la vida captura espacios y cede otros, y nosotros, como parte de un entorno que no se detiene, podemos elegir entre alimentar el miedo y convertirnos en prisioneros de la enfermedad, o dejarnos llevar por las circunstancias y tratar de modelarlas con valentía para construir una futura normalidad más calmada y sensata que la que hemos dejado atrás.
Porque esta es la pregunta clave: ¿qué es la normalidad? Lo cierto es que la normalidad no existe más allá de la manera en que deseamos mirar el mundo. Llamamos «normalidad» a la suma de aquellos elementos que constituyen el entorno social y natural que nos ha sido transmitido, las convenciones que hemos asumido como verdad y el modo en que nos percibimos parte de cuanto existe. Es decir, lo que consideramos normal no viene definido de forma natural, sino que lo definimos nosotros mismos.
Periodos oscuros como el que estamos viviendo nos invitan a repensar el presente y el futuro que nos espera.
Podemos aspirar a restaurar al milímetro la anterior normalidad, como muchos desean y predican, pero antes de hacerlo deberíamos aprovechar este periodo de pausa para reflexionar sobre las implicaciones que conlleva el modo de vida del que procedemos. ¿De verdad queremos sumar a la salud, los abrazos y los besos y las libertades que a las que nunca debemos renunciar un modelo social que destruye la naturaleza, que amenaza con esclavizarnos en una precariedad laboral creciente y que concibe cada cosa que nos rodea, incluida la propia vida humana, como un recurso que explotar hasta agotarlo?

Joven comprando con mascarilla en la nueva normalidad
Antes he dicho que las crisis nos enseñan que la normalidad es una ilusión y que la fragilidad es nuestra compañera de andanzas existenciales –y por tanto no es nuestra adversaria- . Añado ahora que periodos oscuros como el que estamos viviendo nos invitan a repensar el presente y el futuro que nos espera. Durante la pandemia, y con mayor ímpetu tras ella, numerosos retos desafían nuestro porvenir. Apostar por la paz social y por una ética de los cuidados, la generosidad y el apoyo mutuo; proteger la democracia y nuestros derechos civiles, promover la igualdad, defender nuestra integridad e identidad genética o reformular los derechos laborales en un entorno de trabajo cada vez más digitalizado son algunas de los posibles enfoques para que la nueva normalidad sea algo más que una continuidad disfrazada. En estos momentos todavía lidiamos con el virus, pero no debemos olvidar que el futuro no es más que el presente que vendrá, y que para poder vivir antes debemos aprender a convivir.
Por David Lorenzo
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