Últimas entradas

El rumbo de los olvidados

Esperando el tren en Nuadibu. Algunas familias llevan esperando horas para poder subir al tren

¿Qué tendrán los trenes?, ¿Por qué nos cautivarán tanto?, ¿Serán las películas de acción que nos impresionan desde niños?, ¿Las escenas en blanco y negro de despedidas románticas mientras echa a andar la gran máquina de vapor? O ¿serán esas conversaciones de novela negra con pitillo y asesino suelto entre los vagones?

Tras mis primeras experiencias por Mauritania, estaba a punto de cumplir el sueño de ver ante mí al gran tren del desierto, un esqueleto descomunal de metal que llega a medir dos kilómetros y medio de largo y que atraviesa setecientos kilómetros de dunas y arena, desde el puerto de Nuadibu hasta las minas de Zouerat. Fueron noches y días enteros los que pasaba leyendo y viendo vídeos del interminable tren. Esperando poder ver y escuchar a las personas que se suben dentro de sus vagones y que burlando las inclemencias del siroco y el frio de la noche, son capaces de cocinar, hacer el té y llegar a las partes más inhóspitas del desierto con la paciencia del que no necesita reloj porque ya controla el tiempo. 

Este último aspecto es trascendental a la hora de moverse en África y no iba a ser menos para coger el tren del desierto. Algunas personas pasan horas y días esperando con sus enseres o mercancías junto a las vías del tren antes de poder subirse a los vagones. Por suerte, en Nuadibú pude conocer a Chej, un amigo que no solo estuvo pendiente de mí en la ciudad en todo momento, sino que me ofrecía también la ayuda para llegar al tren e ir a Inal, municipio del que es Alcalde, además de poder descubrir algunos de los secretos del desierto mauritano. 

La estación de Nuadibú en las afueras de la ciudad, está formada por una vieja barraca y una valla que inevitablemente para nada cubre la longitud del tren. En los costados, se agolpan personas y familias con sacos cargados de mercancías valiosas y finitas en el corazón del desierto. Como si fuera un terremoto, las vías empiezan a vibrar pareciendo que fueran a salirse de la tierra, advirtiendo de que llega el gigante de hierro. Tras el paso de la locomotora que viene rugiendo desde cientos de metros atrás, son decenas y decenas de vagones vacíos esperando a ser cargados de unos minerales tan preciados, que hicieron rentable la locura humana de llevar a cabo una construcción de tales dimensiones por en medio de la nada. 

La maña del maquinista tras el paso interminable de los vagones, coloca el último de estos justo delante de la estación. El único de los vagones para pasajeros es un armazón de metal, posiblemente de los primeros que se inauguraron de la línea ferroviaria. Pese a no tener comodidades, es la primera clase del gigante y consigo un codiciado sitio en un departamento gracias a un amigo de Chej y un gendarme conocido de este, que también se dirige a Inal y tiene el cometido de que no le pase nada al guiri. 

Llegada del gran tren del desierto

La máquina empieza a avanzar y nos alejamos de Cabo Blanco. En el compartimento del vagón además del gendarme que me ayudó, hay una señora mayor a su lado. Tras el respeto y la ayuda que le damos para que acomodase todas sus cosas y consiguiera un buen sitio, unas pocas miradas suyas y su sonrisa me quitan todos los nervios de los veloces y caóticos instantes de la subida al tren. Por si fuera poco el sentimiento de estar arropado por ella aun sin conocernos de nada pero como si fuera su hijo, nuestras primeras palabras son en español y es que la mujer es saharaui aunque vive en Inal con su marido mauritano. 

También conozco a un hombre que se sienta a mi lado. Su equipaje además de lo puesto, es una pequeña bolsa junto a un pañuelo pegado al cuerpo donde guarda su tetera y un brasero para preparar el té. Su realidad como la de muchos que toman ese tren, es la  de tantos mauritanos y africanos que se mueven por la necesidad de vivir. Quedarse parado en un lugar donde no germinan las semillas o donde aprieta el hambre tiene un único final predecible. Moverse no es una posibilidad para vivir, porque simplemente moverse es su única posibilidad de sobrevivir. Con él estaré solo los 250km que separan la costa de Inal, mientras que él continuará toda la noche y hasta el final en Zouerat, dónde buscará empleo en las minas o cargando los minerales al tren.

La complicidad también sale sola con dos chavales de mi edad. Uno de ellos también toma el tren en busca de trabajo, el otro es gendarme, aunque las barreras del uniforme quedan a un lado cuando me enseñan videos de música y fútbol. 

No ha pasado ni una hora desde que saliéramos de Nuadibú y en ese espacio como si todos nos conociéramos ya estamos compartiendo el té, el cual es un milagro que hierva con tanto bote del tren, pero que es impagable cuando se toma en compañía de esas historias, con tanta complicidad entre personas y todo mientras surcamos los horizontes de dunas. Recuerdo que en esos instantes no paraba de pensar en qué momento en España y en tantas partes pasó a ser una norma social la apatía entre personas. 

En el resto de los compartimentos y en el pasillo del viejo vagón también se llena todo de vida. Pese a las risas de los testigos, es imposible no disfrutar como un niño sacando la cabeza por las ventanas. En uno de esos momentos sale conmigo otro chico de unos dieciséis años. Sueña con Europa porque quiere un futuro de comodidades que solo ve en su pantalla del móvil y que poco se parece a la dureza de Mauritania. Las anécdotas y las bromas conducen a una confianza en la que nos da igual el qué dirán y nos ponemos a gritar de libertad por fuera del tren mientras se pone el sol con todo un horizonte anaranjado tras las montañas de arena.

La efusividad de la tarde se va recogiendo a medida que cae la noche, no sin antes también ser invitado en el resto de los compartimentos a más té. Con la noche llega el frío seco y profundo del desierto, que se agudiza por el viento que rompe con la fuerza del tren y que se cuela por el vagón sin ventanas y los agujeros del tiempo y por los que no se divisa ni una luz. 

Llegada a Inal y visión del tren desde fuera bien entrada la noche

La atmósfera se encierra en el abrigo de todos y las cabezadas con el respaldo del resto de compañeros de fatiga. Solo las purnas de los pequeños braseros dan algo de luz  y calor.

Ya bien entrada la noche estamos llegando a Inal. Avisan a todos los viajeros que nos bajamos en esa primera parada a preparar los petates y prepararse para la gran sacudida que se produce cuando la máquina de dos kilómetros y medio accione su freno en seco. Allí se quedarán pasando toda la noche los que van más al interior del desierto mauritano, mientras a nosotros nos recoge Hamdi, un compañero de Chej, que nos espera con una potente cena de pasta y carne de camello. Será la última vez en el viaje que coma esa carne. En el horizonte ya se acerca Senegal. 

Es un tren  sin ventanas y sin lujos, pero tampoco lo son indispensables para unas personas que se dirigen al preludio de unos trabajos y una realidad donde se soportan las duras tormentas de arena, así como se enfrentan a los despiadados cambios de temperatura del día a la noche. En el gran tren del desierto no conmueven los héroes de ninguna historia de novela negra, porque más bien es un viaje a un lugar donde impera el olvido y el silencio. Un tren donde el tiempo no se mide en veinticuatro horas, sino en rondas de té. 

Por Jesús Guerra (@LasPurnas)

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: