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Gritos contra el gran muro del desierto

Manifestante saharaui observando exasperado el muro que separa al Sáhara Occidental

Un mes antes de salir de Madrid dirección África, en mi grupo de amigos, como otras tantas veces volvimos a recordar nuestra etapa de bachilleres y de la ESO. Tras el repaso protocolario de profesores, anécdotas y hazañas, sabiendo que me quedaba cada vez menos para volver al Sáhara, les pregunté a todos que qué y cómo recordaban las clases de Historia de España que nos dieron los maestros y los libros. 

Sin muchas sorpresas, comprobamos que especialmente, se nos han marcado a todos con ahínco las lecciones  de la Reconquista de Al-Ándalus; la Guerra de la Independencia y la Constitución de 1812 están ahí, aunque en una estantería sin el tomo de la vuelta al absolutismo y en la vitrina principal, destacaban las clases de la Conquista de América y la época colonial, la etapa más monumental del Imperio. 

La historia contemporánea, esa que queda para el último trimestre, entre puentes y exámenes finales, pasó por alto, también entre guerras y dictaduras, lo acontecido hace 43 años con la última colonia española. Aunque lo más sangrante, no es haber dado una fecha o no haber memorizado los nombres de los protagonistas en carrerilla cuales Reyes Godos, sino que detrás de ese olvido y abandono, se deparó una guerra hasta el año 1991 y el exilio en el desierto argelino en Tindouf, separados por un muro de más de 2700km de sus ciudades, familiares y recuerdos. 

En ese camino de más de 40 años de historia, más duro si cabe a los muertos en la guerra, los fallecidos que no retornaron a sus casas y las condiciones del exilio, lo que más duele es el silencio y la amenaza de una espera sin esperanza confiesa Mohamed, que pese a haber nacido ya en el exilio, no ha dejado de soñar y formarse como tantos jóvenes saharauis para ver el fin del conflicto. 

Primero en los campamentos de refugiados de Tindouf, para después graduarse en secundaria y titularse en Cuba, a través de los programas de cooperación internacional que han ofrecido los isleños a jóvenes de Palestina, Angola, Sudan del Sur, Sáhara… para que pudieran estudiar en la conocida Isla de la Juventud. 

Echando cuentas del tiempo, le pregunto si le tocó vivir el “periodo especial”, la gran crisis económica que vivió la isla tras el fin de la URSS y el endurecimiento del bloqueo económico de EEUU. En ese momento se ríe y los que  estamos escuchando nos damos cuenta que era un inciso necesario para conocer más de su forma de ser. “Llegamos a echarle al arroz ceniza porque no teníamos que poner para que tuviera sabor. Las pastillas de jabón las utilizábamos hasta que se fundía en el final con la piel, eso sí, recuerdo que lo mejor de allí era que pese a todo, los profesores se esforzaban en cada clase al máximo. Nunca he visto a unos profesores esforzándose tanto, como tampoco vi que la gente dejase de ser solidaria”.

Fumador nato, saca otro cigarrillo y con la noche recién caída, si se quiere tener una conversación saharaui en la que el tiempo no exista y las palabras ganen peso, es indispensable salir fuera con el cielo estrellado, los pies descalzos en la arena y el té en tres rondas, el primero amargo como la vida, dulce como el amor y suave como la muerte, requisitos que por supuesto nos brinda M.C, dejando una escena de un saharaui que ha metido a tres guiris en la puerta de su casa, junto a servidor, Elisabeth y Cristina, dos jóvenes periodistas de Barcelona. 

Recuerda que el contacto con la familia de los que se iban fuera, era una o dos cartas al año. Muchos perdieron a padres o familiares en esos años fuera de casa.

La dureza de la diáspora ha hecho del activismo y la resistencia su forma de vida. Hoy mismo, ha tenido que ayudar en la organización y logística de la manifestación que convoca “Gritos contra el muro”, una asociación saharaui dedicada a difundir la existencia del muro minado y controlado por más de 100.000 soldados marroquíes en los 2700km que dividen el Sáhara Occidental, entre el oeste, con sus grandes ciudades, caladeros de pesca y fosfatos y el este, con la zona del desierto más dura y pobre, la Hamada. 

Jesus Guerra junto a manifestante frente al muro

Aun así, mañana es uno de esos días en los que paradójicamente un refugiado se siente algo más libre. Coincidiendo con la llegada de un centenar de jóvenes de todas las partes de la Península y una Delegación italiana, el plan es cruzar la frontera argelina para adentrarse en el desierto del Sáhara Occidental, a través del área dominada por el Frente Polisario, hasta llegar a los límites del gran muro militar marroquí. 

La gran preocupación de Mohamed, es lo que llaman el “efecto del muro” en los saharauis que por primera vez llegan hasta él. M.C todavía se duele del esguince que le provocó un joven cuando intentó salir corriendo hacia el muro, con el peligro que conlleva poder pisar una mina o poner en peligro al resto de las personas, pero es “algo que no se puede controlar” confiesa. “En un campamento de refugiados aguantas el calor o las tormentas de arena, pero no ves directamente al enemigo que te impide hacer tu vida en tu casa. Así que, cuando lo ves por primera vez, después de haber crecido, no sabes cómo va a reaccionar tu cuerpo y tu cabeza”.

En el camino que emprendemos hacía los territorios del Polisario, nos cruzamos varios camiones, los cuales suelen ir hasta Mauritania en una ruta de 3000km para traer género que vender en los campamentos, además, de familias nómadas que viven dentro del Sáhara Occidental. 

En la Hamada argelina no hay dunas, el desierto es pedregoso e inmenso. Quedarse tirado es con muchas probabilidades mortal. A Mohamed le ha ocurrido en dos ocasiones. La segunda, la más dura, estaba mucho más apartado y fueron cuatro días los que estuvo atrapado en el medio de la nada, sin ayuda o conocimiento de nadie de que él estuviera allí. “Lo más difícil de todo, con la falta de agua, es mantenerse cuerdo. Hice una agenda repartiendo las horas del día para no desesperarme. Unas horas de música, otras tratando de resolver la avería del coche, dormir, moverme… todo hasta que encontré el fallo del coche y pude salir”. 

El desierto saharaui guarda cientos de muertes anónimas y esqueletos de metal sin nombre, más desde que también se han abierto rutas de narcotráfico hacia el Sahel. La solidaridad nómada por ello es una obligación y en caso de haber desaparecidos no hay excusas para Mohamed e ir a acudir a su búsqueda 

La frontera se acerca y de la cara de frustración por los trámites burocráticos, Mohamed pasa a ser un pájaro enjaulado que por fin sale libre. Estamos dentro del Sáhara Occidental. Ya no hay carretera y las únicas señas para movernos a través del desierto, son notas como un viejo depósito o una rueda en el lateral de las pistas, además del “GPS nómada”, imposible de  adquirir en grandes supermercados. 

El camino está repleto de morteros y casquillos de disparos y solo encontramos de vez en cuando alguna haima de nómadas con animales. 

El muro no está lejos. Nos esperan a la sombra de una gran haima, los jóvenes de Gritos contra el muro que han preparado el corredor de la marcha. Dos metros de ancho y hasta cien metros de los soldados marroquíes. 

Militares custodiando el muro del Sáhara Occidental

Los primeros pasos aunque con la piel de gallina por los gritos en hassani de los saharauis, todavía no son conscientes del todo de dónde se está caminando. Poco a poco, los montones de piedras verticales que alertan de la posición de una mina se van multiplicando y las boinas y los uniformes verdes cada vez se ven más cerca. Detenidos en la línea de seguridad, el efecto del muro se ve en los jóvenes. La rabia interior de los que ven el muro por primera vez conmueve. Se manifiesta en un silencio y serenidad con tensión. No piensan en regalar una lágrima, pero es difícil controlar los impulsos de salir corriendo hasta la alambrada y saltar. 

Dos jóvenes se dirigen a la alambrada, desde donde casi pueden tocar a los soldados y allí despliegan su bandera.

Todo ocurre en 50 metros de un muro de 2700km, del que no hemos escuchado en clase, ni en los medios, ni en condenas políticas, pese a ser un muro que ha dividido a cientos de miles de personas. Un muro con uniformes verdes, pero rifles, balas, radares, minas, cañones y camiones con sello de fábricas europeas y estadounidenses. El muro dónde acaba a miles de kilómetros del Estrecho de Gibraltar la ruta de miles de subsaharianos que sueñan con Europa. 

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