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El pensamiento en Hannah Arendt

Hannah Arendt nació en Hannover en 1906 en una familia judía secularizada. Se implicó apasionadamente en el análisis teórico de los acontecimientos del siglo XX y ha sido considerada como una de las mentes más originales del pensamiento político de ese siglo.

En el capítulo del libro De la historia a la acción que lleva por nombre” “El pensar y las reflexiones morales”, Hannah Arendt defiende que el pensar como actividad no puede separarse de la facultad de juzgar. Una de las características principales del pensar es la invisibilidad en el sentido de que tiene como objeto de reflexión lo que está ausente, alejado de la directa percepción de los sentidos.  Esta idea la insinúo ya Platón al afirmar que el pensar era un diálogo – silencioso – que el alma – o yo –  mantiene consigo misma. Para ello, el ser humano ha de estar en cierto modo acostumbrado a su propia soledad.

Busto de Platón

Además, el pensar es un constante movimiento que se satisface en ese dinamismo, esto es, pensando, de manera que cualquier reflexión que hagamos no sirve directamente al conocimiento ya que otra de las características del pensamiento consiste en un alejamiento de la vida cotidiana pues interrumpe toda acción, toda actividad ordinaria. Así, al distanciarse de la vida cotidiana, el pensar no es una actividad que esté motivada por fines prácticos. En consecuencia, la actividad del pensar no puede proporcionarnos ninguna prescripción moral o ningún código de conducta, esto es, por si solo no permite decirnos qué está bien y qué está mal.

Este distanciamiento implica que la realidad “queda entre paréntesis”, es decir, quien piensa se ha detenido ante ella y la ha puesto en cuestión. Así, el pensar implica una actividad crítica – etimológicamente significa separar, discriminar, juzgar, distinguir, etc.  – esto es, tiene inevitablemente un efecto destructivo.  Esta actividad destructora la podemos ver muy bien reflejada en el nihilismo ya que – entendido como negación de los valores y las opiniones aceptadas y debido a su imposible superación en una nueva configuración de sentido – es un peligro inherente a la actividad misma del pensar. Pero también puede tener un efecto liberador sobre la facultad de juzgar de manera que el juzgar y el pensar se manifiesten como indispensables en la política al cuestionar las creencias socialmente establecidas.

De manera algo diferente, quien juzga permanece en la vida cotidiana, pero manteniendo una distancia con ella para poder observarla y discriminarla, tarea principal del juzgar, esto es, distinguir lo bello de lo feo o lo bueno de lo malo, por ejemplo. Siguiendo a Kant, el objeto de reflexión del juzgar es siempre particular aunque con pretensión de universalidad. Esto quiere decir que se toman las características propias de un individuo u objeto y se las generaliza a todos los de su mismo ser, rasgo propio de los juicios reflexionantes.

Por consiguiente, Hannah Arendt encuentra una vinculación entre el no-pensar y el problema del «mal» que ella analiza en el contexto de la Alemania nazi y que Eichmann ejemplifica de manera eminente. Cuando a una persona se la sustrae de lo que entraña un examen crítico, se le enseña a adherirse inmediatamente a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad dada y en mundo dado. Dicho de otra manera, la persona se acostumbra a no tomar decisiones y, por lo tanto, no se concibe como responsable de sus acciones pues hace lo que se hace o dice lo que se dice, esto es, se deja llevar irreflexivamente por lo que los demás hacen o creen. En consecuencia, no dispone de un pensamiento propio que le permita tener un criterio con el que confrontar lo establecido.

Esto es tan sólo un esbozo de una problemática a la que Hannah Arendt le dedica gran parte de su tiempo de vida y que elabora en varios de sus escritos como Eichmann en Jerusalén o Los orígenes del totalitarismo.

Por Dafne Murillo Barqa

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Estudiante de filosofía y eterno aprendiz de mi mismo. Redactor, escritor, creador y soñador empedernido.

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