Filosofía y música
Quizás pueda parecer una combinación, a primera vista, arbitraria o sin relación alguna, pero lo cierto es que filosofía y música mantienen un íntimo diálogo entre sí. Hay un tipo de experiencia que nos permite el acceso a un conocimiento, que no es aprehensible (entendible) con el método científico-experimental, sino que puede ser mostrado a través del arte. El tipo de arte al que nos referiremos es la música, la cual se caracteriza por la evocación de emociones que nos sobrevienen mientras la escuchamos. La música juega con las modulaciones y variaciones de las mismas emociones a través de un lenguaje particular formado por los principios fundamentales de la melodía, la armonía y el ritmo. Así, mueve el ánimo de manera muy heterogénea. Es considerada, por lo tanto, como un lenguaje simbólico y universal al hacer posible la expresión de emociones que todo ser humano puede experimentar como la tristeza, la alegría, la ira o el miedo. En esta línea, por ejemplo, el filósofo A. Schopenhauer también afirma que la música es el lenguaje universal por excelencia y reflexiona sobre la música desde la división que él establece del mundo como voluntad y representación.
Me gustaría señalar a continuación que lo que se organiza a través de los principios mencionados en el párrafo anterior es una combinación de sonidos y silencios, lo que implica que la música está estrechamente vinculada con el tiempo. Qué sea el tiempo o qué relación tenga el ser humano con él son preguntas esencialmente filosóficas. Para filósofos como M. Heidegger (su gran obra es conocida en la traducción al español como Ser y tiempo), el tiempo es el horizonte de sentido de la existencia humana. Nosotros, los seres humanos, como seres finitos, somos seres temporales cuya vida se encuentra comprendida en torno a un inicio (el nacimiento) y un final (la muerte). Podemos distinguir al menos dos tipos de tiempo: el tiempo cronológico (tiempo medible del reloj), o también llamado de la naturaleza (los físicos, por ejemplo, representan el tiempo de la naturaleza sirviéndose de una recta para señalar el antes y el después, vinculándolos a través de la causalidad); y el tiempo vivido afectivamente en nuestra vida cotidiana, el que cada persona experimenta y que no es susceptible de ser calculable. Sobre esta distinción reflexiona Jeanne Hersch en un libro titulado: Tiempo y música (El Acantilado, 2013). Ella amplía la concepción de tiempo vivido, noción que nos interesa desarrollar a continuación. Entiende que se estructura en torno al presente, al ahora, a mis posibilidades de tomar una decisión. Afirma que vivimos el presente bajo una “pequeña duración” que en realidad no transcurre, sino que nos acompaña, pero que fluye, pasa.
Os propongo que nos imaginemos que estamos en un concierto escuchando el Opus 130 de Beethoven, compuesto para un cuarteto de cuerda en si bemol mayor. Esta pieza dura aproximadamente unos cincuenta minutos del tiempo de la naturaleza. Sin embargo, este tipo de tiempo no nos dice nada acerca de la experiencia que tenemos de la duración del tiempo mientras escuchamos la obra. Yo vivo su duración en mi tiempo práctico, pero estoy escuchando el concierto y no tengo que tomar ninguna decisión (es un presente sin acción), sino que me encuentro en una actividad casi más intensa que es de receptividad: percibo que la obra musical ha desplegado sobre mí la totalidad y unidad de un mundo; y siento que la receptividad de la escucha se produce en la pequeña duración del presente, dándome la sensación de estar viviendo una miniatura de eternidad.
Por Dafne Murillo Barqa
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