Dakar sueña con Europa
Los caminos de la inmigración clandestina
La capital de Senegal es la reina africana de las discotecas y glamour ,vedadas a los jóvenes desamparados. Es el sitio donde, por venganza, los lumpen con el r&b en la sangre escupen su rabia en el rap callejero. Bajo el peso de la población creciente su enorme periferia se extiende a un ritmo vertiginoso; los departamentos de Pikine, Thiaroye y Guédiawaye son sus tentáculos de ladrillo y hormigón listos para invadir la tierra.
En Dakar, la ville que desea ser la capital glamour de África occidental, circulan un número descomunal de viejos taxis amarillos; son centinelas despiertos en todos los barrios que sustituyen de día y de noche a un servicio público agonizante. “Ça marche pas”- repiten los taxistas, los mayores con bronquitis crónica, maldiciendo a Dios por la invasión de todoterrenos y la contaminación que ha desteñido hasta el cielo. Miles de coches graznando recorren sus calles, la mitad aún sin asfaltar.
Entre la capital y sus departamentos se extiende la zona de Colobane, un enorme mercado colonizado por las importaciones donde toneladas de ropa cubren las calles. Las zapatillas de Nike y Adidas cautivan a los adolescentes, son de segunda mano pero poco importa. En otro tenderete yace alborotada la mercancía china, vertida día tras día en este país de frágil tejido industrial. Sin embargo, quien dicta la tendencia entre los jóvenes es la moda occidental, como los vídeos de Rihanna, Bruno Mars o Snoop Dogg.

Foto: Angélica Erta
Una carretera de tres carriles aísla la periferia. La recorren algunos camiones y muchos coches lanzados hacia la modernidad. También existe una versión africana de Uber (Transport en commun), un autobús siempre cargado de gente, con las puertas abiertas a las que se aferran los los últimos en haber llegado a la parada, ya cansados de esperar otra media hora bajo el tórrido sol.
De Colobane a Pikine se cruza un puente sobre-elevado; al mirar hacia abajo te asombra una cordillera de chapas, trozos de pared y siluetas en movimiento. “¿Alguien vive allí?” – le pregunto al taxista. Él me escudriña perplejo: “¿Qué quiere esta toubab (blanca)? Tras un momento sus labios mascullan: “Son parte del gran éxodo hacia la capital, gente en busca de trabajo. Es tierra de nadie”.
De Dakar a Pikine los establecimientos industriales se cuentan con los dedos de una mano, sobresaliendo el de la Philip Morriss.
Pikine parece una concha, con la cascara dura de los edificios de tres plantas y las tiendas en las calles principales; mientras que sus vísceras son caminos sin asfaltar y niños que se escabullen como gatos entre coches despiezados; con cinco años tienen diez, con diez ya son adultos.
Las afueras de Dakar nos cuentan la historia de un urbanismo caótico que no ha ido de la mano de la industrialización, la historia de toda una generación dejada a la deriva. La Agencia Nacional de Estadística desgrana datos aterradores. Anualmente entran en el mercado laboral 270.000 jóvenes entre los quince y los veinticuatro años, frente a los sólo 30.000 puestos de trabajo creados por el sector formal.
Las estadísticas las diseñan las calles a las once de la mañana, se llaman Moussa, Abdoulaye, Sadia, Ibrahim, Abdoukhadre. Están con un balón entre los pies o sentados en las gradas de una pared desmoronada, sin nada más que un regate y una parada. El fútbol es como el Islam, una fe, un ancla de salvación.
Según el estudio realizado el año pasado por el IFAN (Institut Fondamental d’Afrique Noir), el 75% de los jóvenes entre los dieciocho y los treinta y nueve años abandonarían al país de inmediato o en los próximos cinco años. “Todo ello tendría que cuestionar nuestras autoridades políticas” – afirma sin rodeos el investigador Papa Demba Fall. “Los jóvenes no temen a la muerte física, le tienen miedo a la muerte social. Es dramático ser joven y estar con las manos atadas, sin trabajo e incapaz de cambiar su propia vida”.
De Thiaroye sur Mer, tierra de pescadores, en el 2006 salían las piraguas en dirección a las Islas Canarias, embarcaciones de madera frágiles como barcos de papel. Los naufragios de los cayucos estaban a la orden del día en los telediarios españoles. Ahora las rutas han cambiado, se atraviesa el desierto del Sahara. Sin embargo, la emigración sigue rompiendo a las familias como una plaga y la gente no ha dejado de decir Barça o Barsakh, que en wolof significa Barcelona o muerto ahogado. En el ayuntamiento de Thiaroye han fundado la Association de Jeunes Repatriés para advertir sobre los riesgos de la inmigración clandestina. Proyectan, sin demasiada convicción, películas y documentales.
Ndeye Sokhna lleva esperando desde hace diez años a su hijo Sadia. La última llamada le llegó desde Mauritania. “Tenía treinta y dos años cuando se fue, tal vez está atrapado en alguna cárcel europea, como las que vi en la televisión”, – susurra con la masbaha (el rosario islámico) entre los dedos. Envejeció rápidamente Ndeye Sokhna, ya no tiene en los ojos la luz y la fuerza indomable de las mujeres de cincuenta años que se levantan temprano cada día, van al mercado, cocinan y luego venden sus platos en la tierra de la teranga. A reírse, apañárselas siempre, no rendirse nunca, se les enseñó cuando aún eran niñas. ¿Cómo no rendirse cuando el mar te quita a un hijo? Ndeye Sokhna se levanta de repente, ya no quiere, no puede, hablar.
Como Sadia, también Mouhammed quisiera abandonar el país con veinticuatro años. Está convencido de que en Europa, más allá del azul del mar, está su carrera. Trabaja como modelo en la capital, el año pasado lo eligieron para una publicidad de Orange. Con casi cuatro mil seguidores en Instagram se convirtió en la estrella del barrio popular de Gueule Tapée; allí sigue viviendo con su piel de color ébano y su cuerpo nervudo. “Mi camino está cortado, la cuota de visados concedidos ha adelgazado y los criterios son cada vez más estrictos.”- exclama con la voz cargada de impaciencia y determinación. Hace un par de meses un passeur (‘traficante de personas’, así le llamarían en Occidente) le ofreció un viaje gratis. “Si encuentras a otros chicos tú no pagas”. Pero ese gratis escondía un precio demasiado alto: “Trop risqué” – murmura sacudiendo la cabeza. “Seis años atrás se marchó mi hermano – continúa -, le bastó con poner cinco mil euros, las fotografías y el pasaporte encima de la mesa de un businessman. Tuvo suerte, en menos de una semana obtuvo el visado”.
En Guele Tapée, entre la arena ensuciada de plástico y deshechos Mouhammed encuentra al mismo intermediario. “¿De verdad quieres irte? Pues buscamos algo, una conferencia, una gira internacional donde meter técnicos”, –le asegura el businessman con una amplia sonrisa–. Sus palabras se entremezclan con el soplo del viento y el olor del pescado fresco achicharrándose en la plancha. De regreso a casa me advierte: “Yo no me fío, ahora todo es más difícil. Esa gente a menudo se embolsa el dinero y te deja tirado.”
En esta tierra que reza a Allah los canales legales se han ido restringiendo, y con ellos se han secado los ríos de dinero donde se agilizaban los trámites de la emigración. Sin embargo, entre sus calles repletas de jóvenes, energía y esperanzas frustradas el camino hacia Europa, de cualquier manera, aún resuena como el canto de las sirenas para Ulises. Irresistible.
Angélica Erta (@purplewords)
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